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Relato corto

Relato: ‘Brindis’

Si echaba la vista atrás no sabría decir en qué momento me empecé a fijar en ella. Porque todo me vino de repente, como el soplo del viento que te vuela el pañuelo en un instante y hace que tengas que correr para recuperarlo. Un momento desapercibida y al siguiente ya ha sucedido todo. Las luces tenues del restaurante, la silueta de la ciudad bajo el manto de la noche detrás de nuestra mesa, la carne en su punto, la música y el vino. Si echaba la vista atrás nunca hubiera imaginado que acabaría en uno de los mejores restaurantes de la ciudad con aquella mujer espectacular que era Verónica. Y allí estábamos, cenando y hablando de todo y de nada, como dos enamoradas que por primera vez pueden disfrutar la una de la otra. Porque, en efecto, era nuestra primera cita y por primera vez era ella la que parecía nerviosa delante de la otra.

Cuando nos conocimos, yo acababa de entrar en la empresa con un contrato de formación y ella era directora de sección. Fue su sencillez en los gestos y su sencillez al hablar a sus empleados lo primero en lo que me fijé cuando la vi. Después, fue la forma de atravesarme con aquella mirada suya, tan calmada y transparente, la que hacía que cada músculo de mi cuerpo quedara helado de emoción, ardiendo de excitación.

Con ella todo era contrastes: una mirada seria, una sonrisa cercana, un cumplido verbal, un gesto distante, una objeción, un apretón de manos cálido y reconfortante. Era un juego de sentimientos, un vals de complicidades que danzábamos desde hacía algo más de tres meses. La copa ya estaba entre mis dedos pocos segundos después de proponer un brindis. Todo parecía estar coreografiado para ese sencillo momento que se avecinaba: el choque de los cristales tan simbólico y metafórico que nos adentraba en un ritual especial, destinado a acercarnos cada vez más. Aquella coreografía, aquel vals  iba llegando a su crescendo: de reojo veía la ciudad iluminada, añadiendo una tonalidad más fría que contrastaba con las lámparas del local. Ella sonreía con esa sonrisa reservada a pocas personas y ajena a la cordialidad requerida para su puesto, con el rojo de su pintalabios de marca y la curvatura de sus labios, tentadora, pícara. Yo era la única espectadora de ese opus compuesto para orquesta sinfónica. Porque cuanto más me fijaba en ella durante ese breve momento en que empezamos a alzar las copas, más me daba cuenta de que toda ella era como música clásica: solo pocos afortunados pueden estremecerse con su compás.

Hasta en la azotea de ese restaurante estábamos rodeadas de música; el violinista tocaba el aria de Je crois entendre encore de Bizet y el aire cambiaba de densidad en el momento álgido en el que Nadir, lleno de éxtasis divino, cree volver a ver a su amada y en el que nuestras manos ya estaban a media altura, cerca de la colisión final. Como parte de aquella pieza musical, la luz atravesaba el vino de nuestras copas. Era tinto, áspero en el paladar y con regusto a madera, justo como había comentado un día en la oficina que me gustaban los vinos. No había esperado que recordara aquel detalle, pero ahora me daba cuenta de que ella no solo miraba con intensidad abrumadora, sino que escuchaba con la calidez y la atención de alguien que está interesado en entrar en tu corazón. El mío estaba nervioso porque aquel sencillo gesto, que hacen dos personas felices que deciden brindar por algo, significaba todo un mundo para nosotras, una cascada de eventos que nos arrasaba y nos hacía caer a un vacío incierto, vasto, abrumador. Un espacio en el que flotábamos la una alrededor de la otra, Como dos astros en el espacio que gravitan atraídas por una fuerza indestructible. Adónde nos llevaba ese brindis era algo que yo no sabía, pero estaba deseosa de averiguarlo. La música, el ruido de nuestro alrededor y todos los sonidos del mundo parecieron callarse para dejar paso a ese leve murmullo que hicieron nuestras copas al chocar. Chin.

***

Chin. Y por nosotras. Por los hoyuelos que le salen cuando sonríe y la forma en la que sus ojos se arrugan, como los pliegues de unas sábanas en una perezosa mañana de domingo. Aún ahora hay veces que me pregunto qué pensarían mis amigas o mis padres si supieran que he roto mis dos reglas de oro: no enamorarme de una empleada y no enamorarme de una chica mucho más joven que yo. Y aquí estoy, colmándome de gloria con una empleada mucho menor que yo. Y qué oportuno que se llame Gloria. Colmándome de Gloria.

Gloria de día es sutil, es jovial, es tímida. Una timidez que raya lo virginal, lo artístico. Es un cuadro barroco, es imaginación, es naturalismo, es libertad. Gloria de noche es misterio, es incertidumbre, es un río de apariencia tranquila y remolinos en su profundidad, un firmamento en el que hay que unir las estrellas como si fueran puntos que forman un dibujo. Con la copa a medio camino de vuelta, la miro y ella me mantiene la mirada y sus ojos reflejan las luces de las lámparas. E incluso aunque no hubiera lámparas, alumbrarían la mesa, el restaurante, la ciudad. No es solo barroca, también tiene algo de art nouveau. Es como si estuviera hecha para dejar pasar la luz.

Es un segundo tan solo, pero acercar la copa a mi boca me da miedo por si en un breve parpadeo la pierdo de vista. Porque ella es un río y no se nada dos veces en las mismas aguas.

El filo de la copa esta ligeramente frío pero el vino calienta mi lengua. Tinto, áspero y con regusto a madera, como ella dijo que le gustaban. ¿Qué otra forma tengo de decirle que me gusta escucharla? Hacerlo con palabras sería malgastarlas, darles una labor indigna. Mírala, sus mejillas se han sonrojado al probar el vino y ha cerrado los ojos. Las sabanas se han plegado de nuevo.

Es curiosa la sensación posterior a un brindis. Es como un pacto entre dos partes y la satisfacción que otorga el entendimiento aún se puede paladear, sentir palpitante en los dedos. Con ese sencillo choque de copas se inicia una etapa. Y yo no lo llamaría choque, eso implica violencia, contraposición; es más como un beso de cristal, premonitorio de otros que vendrán.

Ya habíamos dejado el vaso en la mesa, ya habíamos concluido el rito de paso hacia un futuro misterioso pero prometedor. Tengo miedo a lo que tiene que venir, como una niña pequeña cuando empieza el colegio por primera vez y debe separarse de su madre. Pero sus ojos hacen que una burbuja invisible me cubra y me proteja de todo lo malo. ¡Cómo me gustan sus ojos verdes! ¡Y cómo dejan pasar la luz hasta atravesarme el corazón! Hasta siento todavía el eco del cristal en las yemas de mis dedos, como si supieran que los de Gloria estaban al otro lado, expectantes. Como ahora, que reposan a milímetros de los míos y me hacen temblar de anticipación. Un pequeño movimiento y nuestros dedos de cristal también se besarán. Un pequeño movimiento y nuestros cuerpos también brindarán. Chin.

Relato corto
Vía Jenny Ondioline

Espero que os haya gustado el relato. Un descanso de las entradas corrientes viene bien de vez en cuando.

Un saludo y que la literatura os acompañe.

 


La foto de portada pertenece a rpphotos (licencia Creative Commons)